Escaleta Abedul (I Torneo Remolachachi)

¡Segundo día!

¿Nuevo por aquí? Entérate de lo que pasa en esta entrada.

Esta vez se enfrentan Andrea Ángel (@anndre08, blog: Tinta en las venas), Miriam Torres (@mimethai13, blog: Historias de Thai), Linda Ravstar (@Senpau1209, blog: Huellas en la neblina) y Stiby (@Stiby2, blog: Sólo un capítulo más).

La escaleta, escrita por Guille (@ResistenciaLect), es la siguiente: Escaleta Abedul

Respira entre la niebla (Andre Ángel)

—Bueno —dijo Fernando, rompiendo el silencio que se había apoderado de su familia—. No podíamos tener tanta suerte… No podían darte vacaciones y que tuviéramos buen tiempo.

Llevaban horas viajando cuando la niebla los sorprendió en la carretera. Yago apreció el esfuerzo que estaba haciendo su marido por calmar sus ánimos. Fernando era quien se había ofrecido a cargar con el peso de la conducción durante el viaje, a pesar de no gustarle demasiado estar tras el volante, pero sabía que su marido había estado haciendo un esfuerzo extra en el trabajo.

—Tienes razón —Yago se acomodó en el asiento y se apartó un poco el cinturón de seguridad del cuello, creyendo que con ese viaje el ánimo perdido de Fernando volvería a sus vidas—. No podíamos tenerlo todo esta semana.

La niebla parecía más densa a medida que las horas pasaban. La señal del GPS hacía rato que había dejado de funcionar, haciendo solo que los caminos parecieran dibujarse y diluirse a su antojo, como si un espectro blanquecino moviera un pincel a medida que ellos avanzaban. La única que no parecía preocupada era la pequeña Natalia, la hija menor del matrimonio, quien dormía plácidamente en el asiento trasero.

—Pronto tendremos que parar a repostar.

—Repostar —se rió Fernando—. Hacía mucho tiempo que no usabas palabras así. Desde que nos fuimos de…

—No sé por qué te ríes —le cortó Yago—. Deberíamos haber organizado mejor la ruta, para evitar este tipo de inconvenientes.

— ¡Seguro que pronto encontramos alguna gasolinera! Llevamos horas danzando por estos caminos. Algo debe haber… ¡Mira! —Fernando soltó una mano del volante para señalar un grupo de pequeñas casas que se adivinaban más adelante.

— ¡Las dos manos! ¡Las dos manos!

Llegaron a una pequeña plaza decorada con una fuente circular en su centro. No había nadie a quien pudieran pedir indicaciones, pero la niebla se había disipado. Aparcaron el coche en un lugar en el que creyeron que no molestaría, pues la zona carecía de algún tipo de señalización. Las casas se cernían sobre ellos como una cúpula que quisiera atraparlos y poner fin a aquellas vacaciones que ni siquiera habían comenzado.

—No sé… —Fernando apagó el motor del coche—. ¿Qué hacemos? Parece abandonado…

Unos golpes en el cristal del copiloto los sobresaltaron a ambos. Detrás de la mano enguantada, estaba el rostro de la mujer que los llamaba. Sonreía amablemente cuando bajaron la ventanilla del coche para hablar con ella.

— ¡Buenas tardes, viajeros! —saludó ella—. Soy Vanesa, la alcaldesa del pueblo y me sorprende gratamente tener a dos… a tres —corrigió en cuanto vio a la pequeña Natalia desperezarse en el asiento trasero—, visitantes en nuestro pequeño pueblo.

— ¡Oh, no, no! —se apresuró a decir Fernando—. No somos visitantes. Estamos de vacaciones y… verá, nos hemos perdido.

—Nuestro GPS no funciona y esos caminos tan enrevesados nos han traído hasta aquí.

Vanesa los miró largamente. Evaluando si aquellas personas representaban un peligro.

— ¡Claro, claro! En los caminos a veces no hay cobertura.

— ¡Y la niebla! —se quejó Fernando—. Si hubiera sido menos espesa, hubiéramos conseguido ver alguna señal.

—Pero en cuanto nos indique el camino a la gasolinera más cercana —intervino Yago—, podremos continuar con nuestro viaje.

—Es un poco tarde para retomar la carretera —dijo Vanesa, mirando al sol—. La noche caerá en breve y los caminos se vuelven traicioneros tan cerca del bosque. ¡Vengan los tres conmigo! Pueden pasar la noche en nuestra posada. ¡Tenemos sitio de sobra!

— Papis…—gruñó Lia, inclinándose en el hueco entre los asientos—. ¿Podemos bajar ya? Estoy cansadita y tengo hambre.

—Sí, cariño —contestó Yago—. Ya es tarde y vamos a quedarnos aquí un poco.

La alcaldesa sonrió y les indicó el lugar en el que se encontraba la posada, al otro lado de la plaza. Dieron la vuelta a la fuente, que hacía de rotonda y aparcaron enfrente, donde Vanesa aseguró que no molestarían a nadie. Nada más dejar las maletas en la habitación más grande del establecimiento, Lia quiso salir a dar un paseo.

Un hombre con el delantal manchado salió justo cuando ellos iban a abrir la puerta de entrada.

—La cena estará lista en una hora.

La familia le sonrió pero aquel hombre no devolvió el gesto.

—Tiene encanto —dijo Fernando, tras haberse alejado unas calles—, pero sigue pareciéndome abandonado.

—Solo hemos visto a dos personas —continuó Yago, alimentando las ideas de su compañero—. ¡Lia, no te alejes tanto!

Todas las casas estaban decoradas con plantas amuleto, pero todavía no habían visto ningún otro rostro. El sol comenzó a ocultarse tras las montañas y una ya familiar niebla se cernió sobre ellos. Las ventanas de aquellas casas comenzaron a cerrarse con brusquedad, asustando a la pequeña, quien se apresuró a volver al resguardo que ofrecían sus padres en medio de aquella nada.

—Al menos sí hay más gente.

—Y no les gustan las visitas —Yago  pasó un brazo tras la espalda de Fernando y abrazaron a Lia—. ¡Volvamos! Ya debe estar preparada la cena.

Tras una sorprendente buena cena, la familia se deslizó entre las mantas. Cuando ya todos sentían la caricia de lo que se trataría de un pesado sueño, unos murmullos rompieron la quietud de la noche. El sonido fue intensificándose y asemejándose más a un cántico que al aullar de cualquier animal.

— ¿Es una fiesta? —inquirió Lia, saliendo de las sábanas para acercarse a la ventana.

—Lia, vuelve a la cama —pidió Yago—. No debes caminar descalza.

Fernando estaba despreocupado. No creía que la niña fuera a pisar nada, ni tampoco que fuese malo que echara un vistazo fuera. Después de aquel extraño día, ver algún animalillo seguro que ponía de buen humor a su hija.

—Eso es… —comenzó a decir Lia, acercándose más a la ventana—. ¡Un monstruo! ¡Un monstruo!

La niña chilló y se escondió debajo de la ventana. Yago saltó de la cama, temiendo que algo fuera a atacar a su hija, pero cuando llegó a su altura, ya no había nada. Intentó vislumbrar algo entre la niebla, mas no pudo ver más que sombras.

—Tranquila, cariño —dijo Fernando, quien se había acercado a consolarla—. No hay nada ahí fuera. Papi está mirando y no hay nada malo.

—Sí, Lia —afirmó Yago, sintiéndose culpable por no haberla consolado antes—. Es solo el cansancio.

A la mañana siguiente y tras el mejor desayuno que habían probado desde hacía mucho tiempo, la familia volvió a subir al coche, para despedirse  de Vanesa, que ya los esperaba, deseando verlos partir. Todos agradecieron su amabilidad. Ya estaban dispuestos a retomar esas vacaciones que, sin duda, todos merecían.

—Oh, oh.

— ¿Cómo que «Oh, oh»? ¿Qué quieres decir con «Oh, oh»?

—Tranquilo, tranquilo —dijo Fernando—. Solo un momento.

La sonrisa de Vanesa pasó a convertirse en una máscara de preocupación y en un mohín de susto al ver el humillo que salía del motor.

— ¡Ah, el coche está en llamas! —gritó Lia, apresurándose a salir del coche.

—Bueno… Al menos sabe qué hay que hacer en caso de peligro.

— ¡Saca la llave de ahí!

Tras comprobar que ninguno de los presentes podía ocuparse de la reparación que del coche, Vanesa les dio la noticia que ya rondaba por sus cabezas:

—El mecánico llegará en dos días.

— ¿Dos días? ¿De dónde viene?

Vanesa se rio, pero no respondió. En cambio, les ofreció su casa y también quiso  guiarlos por el pueblo y los alrededores.

Ambos pensaron que con su presencia, algún vecino se atrevería a hacer algo más que observarlos desde las ventanas, aunque no fue el caso. Ella los disculpó alegando que no estaban acostumbrados a tener visitas. En la plaza de la iglesia encontraron al hijo de la alcaldesa, subido a un manzano lo suficientemente fuerte como para soportar su peso. Ella se apresuró a bajarlo, temiendo por su seguridad. Vanesa les presentó a su hijo Javier, quien se apresuró a entablar conversación con su hija y a pedirle que jugaran juntos. Lia lo convenció para que jugaran a las naves espaciales.

Continuaron el camino mientras los pequeños corrían rodeándolos, fingiendo que se enzarzaban en una batalla galáctica. Los tres adultos se esforzaban por disimular la incomodidad.

—Es usted muy amable por dejarnos quedar en su casa —Fernando no parecía tan preocupado por los juegos de su hija, como lo estaba Yago.

—Es lo mínimo que puedo hacer —respondió ella—. Ojala tuviera algún tipo de conocimiento de mecánica —bromeó—. ¿A qué se dedican ustedes?

—Yago es contable. Un puesto muy importante que no le da tiempo a mucho y yo… bueno, yo estoy en paro ahora mismo. Antes era publicista.

—Bueno, espero que puedan encontrar la calma que buscan en estas vacaciones. Aquí, como ven, la vida es tranquila y va despacio. A excepción de ese granujilla.

—Es un niño muy educado —se apresuró a intervenir Yago—. No estoy acostumbrado a que alguien tan joven me salude dándome la mano.

La pareja se esforzaba por parecer tranquila, pero no habían visto ni un solo gato, ni tampoco ningún perro o pájaro. Por no ver, no habían visto ni moscas.

La casa de la alcaldesa se encontraba en las afueras del pueblo, lo que significa estar a tres calles de la plaza principal. Parecía ser demasiado grande, tan solo para dos personas. No estaba muy decorada, contaba con unas fotos y dibujos del niño, que parecían ser constelaciones y aviones.

Lia y Javier entraron como dos huracanes en la sala principal, empujando a Vanesa al pasar.

— ¡Niños, tened cuidado! El comedor no es lugar para jugar.

— ¡Lo sentimos! ¡Te tengo! —gritó Lia—. ¡He ganado la batalla! ¡He ganado la batalla!

— ¡No! ¡Aún puedo escapar!

La niña intentó inmovilizar a Javier, quien se resistía a ser su prisionero. Sin formar parte del juego, en medio de todo, Lia tropezó con uno de sus cordones, lo que la hizo intentar apoyarse en Javier quien, a su vez, movido por la siniestra cadena de catástrofes, vio su pie enganchado en una de las patas de la silla, lo que lo hizo caer con pesadez sobre la cara.

— ¡Lia!

El matrimonio se apresuró a coger a su hija, quien también había caído en el suelo, aunque de forma más amortiguada.

— ¡No! —bramó Vanesa, desesperada.

Javier había comenzado a retorcerse de forma siniestra, casi imposible para un cuerpo humano. Sus temblores asustaron a la familia, quienes permanecieron impactados observando la escena. Las convulsiones se intensificaron cuando dos tentáculos oscuros salieron de su pecho. La alcaldesa corrió a auxiliar a su hijo, susurró palabras suaves cerca de él, apartando las sillas para que no se lastimara. Los gruñidos cesaron y también lo hicieron los temblores, dejando que los tentáculos volvieran a su sitio. Vanesa levantó la cabeza hacia ellos, lo que les dio la señal que necesitaban: debían huir del pueblo.

Se precipitaron fuera de la casa, intentando llegar a la linde del bosque, confiando en que les otorgase la protección suficiente para llegar a una carretera principal. Chocaron con una barrera invisible que les impedía la escapatoria. Vanesa estaba tras ellos, con los brazos en alto.

—Por favor —les pidió, con el rostro lleno de lágrimas —. No puedo dejar que os marchéis, sin antes prometerme que guardaréis silencio. ¡No somos monstruos! Solo queremos estar tranquilos aquí —poco a poco, los habitantes del pueblo comenzaron a salir—. Venimos desde otro planeta, huyendo de una guerra que perdimos. ¡Sois los primeros que consiguen romper la magia de las brujas que nos protegen! No sé por qué no ha funcionado… Podemos parecer humanos —continuó diciendo—, pero si nos hacemos daño, se rompe la concentración y ocurre… Bueno, ya lo habéis visto. Por favor —volvió a pedir, tras un rato de silencio—, ¿podréis guardarnos el secreto?

La familia guardó silencio. Compartieron una mirada cómplice y mientras dejaban libres sus tentáculos, respondieron:

— Nosotros también huimos después de ganar la guerra. No diremos nada.

Exiliados (Miriam Torres)

Verano. La época favorita de Natalia y de cualquier otro niño de su edad. A pesar de que le gusta mucho ir al colegio y echará de menos a sus amigas, está contenta porque este verano va a ser diferente. Va a recorrer la costa con sus padres. Se siente orgullosa de la familia que tiene porque es especial, es la única de su clase que tiene dos papás. Además, tan jóvenes y tan guapos.

Se conocieron en la universidad, mientras estudiaban sus respectivas carreras. Yago cursaba segundo de Administración y Dirección de Empresas, Fernando empezaba Publicidad y Marketing. Coincidieron en una fiesta y pronto descubrieron que les unía una gran afición por el cine. Su relación avanzaba mientras terminaban sus respectivas carreras. Al ser dos años mayor, Yago se incorporó antes al mundo laboral. Eso le permitió ahorrar durante los dos años que le quedaban a Fernando para terminar su carrera y estabilizar su situación laboral. Después llegó la convivencia pero su felicidad no estuvo completa hasta que Natalia apareció en sus vidas. Sus padres murieron y no tenía más familia. Así fue como a sus veintinueve y veintisiete años se convirtieron en los padres de una niña de cuatro años. Poco después, la agencia en la que trabajaba Fernando rescinde su contrato. Ello obliga a Yago a tener que trabajar horas extra y descuidar a su familia. Tras un par de años de trabajar sin descanso, parece que la situación se ha estabilizado y Yago ha conseguido tres merecidas semanas de vacaciones.

Natalia mira el paisaje a través de la ventanilla del coche y se pregunta dónde está el mar entre tantos prados verdes y campos de centeno. Yago conduce en silencio y Fernando no pierde de vista la pantalla del navegador con la ruta marcada. Impaciente, se muere de ganas de preguntar cuánto falta para llegar, pero decide no estropear la tranquilidad de sus padres y vuelve a mirar por la ventanilla. El sol que se filtra por el cristal aporta calidez a sus mejillas pecosas y hace que cierre los ojos. Se queda dormida hasta que unos murmullos la despiertan.

—El GPS no funciona —dice Yago.

—Aquí no hay cobertura. —responde Fernando, tras comprobar la señal de su teléfono móvil— ¿Y ahora qué hacemos?

—¿Vamos a quedarnos aquí? —pregunta la pequeña.

—Saldremos a buscar ayuda, cariño. Encontraremos a alguien —Fernando la sonríe y la familia sale del coche.

—¿Se han perdido? —les interrumpe una voz— ¿Necesitan ayuda?

Una mujer de mediana edad y pequeña estatura se acerca a ellos con gesto amable.

—El coche no arranca —dice Yago.

—Vaya… Eso sí que es un fastidio, ¿verdad? ¿Adónde se dirigían?

—A la costa —interrumpe Lia—. Vamos de vacaciones.

—¿De verdad? —La mujer sonríe— Qué niña tan guapa. ¿Cómo te llamas?

—Natalia, pero mis papás me llaman Lia. Soy adoptada.

—Oh, entiendo. —Dirige una mirada al matrimonio—Su hija es encantadora.

—Gracias —responde Fernando.

—¿Tienen donde pasar la noche?

—La verdad es que ni siquiera sabemos dónde estamos. Pensábamos que no encontraríamos a nadie por aquí.

—Sí. Es un lugar apartado. Si quieren pueden quedarse a dormir en mi casa.

—Muchas gracias, pero no queremos molestar.

—Hay sitio de sobra. Además, mi niño estará encantado de tener una amiguita.

—¿Tiene hijos?

—Uno, Javier. Tiene diez años.

—Yo tengo ocho —responde Lia.

—Estupendo. Vamos, les ayudo con las maletas.

A unos metros de distancia hay un pueblo, un conjunto de pequeñas casas de piedra agrupadas. Las puertas se cerraban a su paso, parecía que sus habitantes temieran su presencia. Fernando distinguió un detalle que le llamó la atención y es que, cada una de las puertas tiene colgado una especie de amuleto hecho de ramas y flores secas. Los miran recelosos por las ventanas para, después esconderse en su interior. Al final de la calle empedrada encuentran una casona más grande que el resto. Lia sonríe al verla, ya que le recuerda a la casita de galleta de Hansel y Gretel. Una vez dentro, observan una escalera de madera al fondo del pasillo que se queja ante los pisotones del pequeño Javier. Un niño delgado y pequeño para su edad, de orejas grandes, que mira a Lia con cara de pocos amigos.

Mientras preparan la cena, Vanesa les habla del pueblo y propone hacer una visita guiada la semana que viene, ya que es la alcaldesa. El matrimonio se mira sorprendido. Esa mujer menuda parecía querer tenerlo todo bajo control. Yago piensa en regresar al coche a la mañana siguiente para intentar arrancarlo y continuar con sus vacaciones; además, nota tenso a Fernando y quiere evitarle más malestar del necesario. Solo será una noche. Sentados en la mesa, los pequeños disfrutan de una conversación animada. Javier no conoce la televisión ni los videojuegos y vive igual de feliz que cualquier otro niño colmado de caprichos. Después de cenar, no demoran el momento de irse a dormir. Vanesa les ha preparado la habitación de invitados, con una gran cama de matrimonio que pueden compartir los tres. Mientras sus padres hacen la cama, Lia se pone el pijama y mira por la pequeña ventana de madera. Una densa niebla se ha alzado sobre los tejados de las casas, cuyas luces se van apagando poco a poco. Parece escuchar unos cánticos, murmullos lejanos que no distingue con claridad, pero no está segura. El pueblo queda sumido en la absoluta oscuridad cuando el campanario de la ermita repica su campana, y su sonido se expande por aquel pueblo de aspecto fantasmal. A lo lejos, distingue una sombra que repta hacia el inicio de un bosque, una silueta alargada y viscosa. La pequeña corre hacia la cama y, sin decir nada, se acurruca entre sus padres.

 

—Muchas gracias por todo.

Fernando se despide de Vanesa mientras Lia termina de desayunar y Yago está fuera, intentando poner el coche en marcha. Se muestra agradecido por su hospitalidad pero, al igual que su marido, no quiere quedarse por más tiempo. Se dirige al coche cargado con las maletas cuando Yago se gira para hablarlo.

—Tenemos un problema. No arranca.

—¿Cómo que no arranca?

—No tengo ni idea, Fernando. Solo sé que el motor no responde.

—¿Os puedo ayudar en algo? —Como la primera vez, Vanesa se acerca al matrimonio e interrumpe la conversación.

—¿Sabe si puedo encontrar un mecánico por esta zona?

—Hay un taller en el siguiente pueblo, a unos cien kilómetros. Puedo facilitaros su teléfono para que llameis.

El matrimonio entra en casa y Yago contacta con el taller desde el teléfono de la cocina. A Lía le llama la atención ese teléfono tan extraño, con una rueda que da vueltas para marcar los números y un objeto que parece un plátano y sirve para hablar y escuchar. Las noticias no son buenas, pues les informan que no podrán desplazar a un mecánico hasta dentro de dos días. La impotencia de Fernando crece por momentos mientras Yago, que siempre ha sido más frío, permanece impasible. Vanesa se ha dado cuenta del disgusto de Fernando y decide que es buen momento para realizar la visita por el pueblo, calmar los ánimos y despejarse un poco. Los niños corren por las calzadas de piedra, ríen y gritan, alegres; y Fernando se olvida por un momento de su desgracia al ver a su hija tan feliz. Durante el paseo se cruzan con varias ancianas vestidas de negro, con un velo de tul en la cabeza, que los miran de reojo y cambian de camino. Los hombres también visten con ropas de leñadores y largas barbas. Ninguno los saluda. Las pequeñas calles están en completo silencio y ni siquiera se escucha el cantar de los pájaros. Terminan el paseo en la linde del bosque, donde esperaban ver algún rastro de fauna, pero tampoco es así. La hierba tiene un tono pajizo, seca, al igual que los árboles desnudos y de cortezas agrietadas. Llegados a ese punto, se termina la visita y regresan a casa. Los niños juegan en el salón mientras Vanesa prepara la comida, y Fernando y Yago permanecen sentados en el banco de entrada de la casa.

—En este lugar hay algo raro —dice Fernando— ¿Has visto cómo nos miran? Parece que no han visto gente normal en su vida.

—Pero Vanesa y Javier son modernos.

—Bueno …

—Me refiero a que no son tan raros. Es como si vivieran en otra realidad. No me encajan en este sitio.

De pronto, se escucha un grito que proviene del interior de la casa. Es Lia. Yago y Fernando irrumpen en el salón y la pequeña corre a esconderse detrás de ellos.

—Le he empujado sin querer y se ha caído —dice entre sollozos, asustada.

Javier está tendido sobre la alfombra. Un ruido ronco escapa de su garganta, entre convulsiones. Vanesa sale corriendo de la cocina y le coge en brazos mientras intenta calmarlo. Lejos de reaccionar, dos tentáculos rojizos brotan del pecho de niño ante la mirada aterrada de la familia de viajeros. La alcaldesa continúa meciéndolo y parece que surte efecto pues deja de convulsionar y permanece lánguido entre sus brazos. Los tentáculos se reabsorben dentro de su piel y todo vuelve a la normalidad. Para cuando la alcaldesa gira la cabeza, la familia ya ha huido. Yago corre por las calles desérticas con Lia en brazos y Fernando agarrado de la mano con el único objetivo de cruzar el bosque y pedir ayuda. Sin embargo, sus cuerpos pesan. Se paralizan. La fatiga los agota y caen rendidos ante tal fuerza inexplicable.

—No pensaba que fuera a terminar así.

Vanesa y Javier se acercan cogidos de la mano, sin verse afectados por aquella barrera invisible que les impide salir de aquel extraño lugar..

—¿Qué está haciendo? —dice Yago—. Por favor, deje que nos vayamos.

—Lo siento pero es demasiado tarde.

—¡Vanesa, por favor! —solloza Lia, asustada— ¡No diremos nada!

—De verdad —intercede Fernando—. Si tu hijo está enfermo, también podemos ayudaros. Conocemos buenos médicos en la ciudad y tenemos contactos.

—Javier vive adaptado, igual que yo.

—¿Adaptado? —pregunta Yago—. Comprendo que debe ser duro vivir en un entorno tan hostil y cerrado. ¿Por qué no venís unos días a la ciudad? A Javier le sentaría bien conocer nuevos lugares.

—Venimos de otro planeta —confiesa Vanesa al fin—. Pertenecemos a una raza interplanetaria que habita en el planeta Kiptoc.

—¿Y por qué estáis aquí?

—Kiptoc fue destruido por unos piratas estelares y nos vimos obligados a refugiarnos en otras galaxias. La Tierra es buen lugar para criar a un hijo.

—Claro. Por un hijo se hace todo. —Fernando empieza a sentir empatía por aquel ser con forma de mujer, exiliado y alejado de su hogar—. Yo también amo a mi familia y me gustaría continuar  nuestras vacaciones con normalidad. Esperaremos los dos días hasta la visita del mecánico y nos marcharemos. Ese es el trato.

Vanesa no puede negarse y sabe que matarlos no es una buena opción. Toda la gente del pueblo los ha visto, y si desaparecen de repente se alarmarían y acabaría con la coartada que llevan manteniendo durante años. Termina por ceder y anula la barrera limitadora de energía. La familia, liberada se pone en pie.

 

Hace un centenar de años, una pareja de Kasvall encontró por casualidad el planeta Kiptoc. Los lugareños no fueron hospitalarios con ellos y los devoraron vivos. Lo que no sabían era que no estaban solos y que, tras ellos, arribaba una flota de cinco mil naves. A pesar de contar con un número suficiente, los contendientes libraron una dura batalla y se contaron numerosas pérdidas. Tentáculos contra garras. Uno de los integrantes de aquella pareja era la madre de Lia.

 

En el claro del bosque, la familia inicia su transformación y pierde sus elaboradas formas humanas para convertirse en lo que son, seres robustos de cuerpo acorazado y grandes garras afiladas en las extremidades superiores. Hoy están más cerca de su objetivo: encontrar a los exiliados y acabar con ellos.

Jiokas (Linda Ravstar)

―Se está haciendo un poco tarde, ¿no?

Apenas alcanzaba a distinguirse algo de luz entre la niebla. Fernando calculó que quizás en media hora o más estaría completamente negro a su alrededor. Siempre le había gustado la niebla y cómo se comía de blanco las siluetas apenas dibujadas del invierno. El tono suave de los colores deslucidos, el frío que no era de viento, las letras apenas entintadas… Era una toma perfecta. No sabía exactamente qué cosa podría publicitar, pero estaba seguro de que quedaría estupendo.

―No hay nada por aquí cerca ―dijo Yago sin apartar la vista del camino―. En una hora y media más está el hotel del primer paso. ―Frunció el ceño levemente y quitó la mano izquierda del volante para subirse las gafas que se habían empezado a resbalar por la nariz.

―Ya, pero según Waze hay como un… algo… por aquí cerca. Un lugar ―insistió Fernando―. Tienes las manos entumecidas, se están empezando a empañar los vidrios y ya son más de las ocho.

―Son las ocho y cuarto, de hecho ―dijo Lía desde el asiento trasero.

Fernando sonrió. La niña había estado callada durante los últimos veinte minutos, porque se había enfrascado en un dibujo de cuatro partes que había llamado «El camino de nazar». Los asientos traseros del coche tenían lápices de colores esparcidos por todos los pliegues.

―Ya ves, Lía dice que es tarde. ―Fernando se echó un poco más en el asiento y jugueteó con la argolla que envolvía su dedo izquierdo―. Waze nunca miente ―dijo en tono cantarín.

El hombre vio los esquemas que estaban armándose detrás de la mirada impertérrita de su marido. Yago no reaccionó en lo absoluto durante unos segundos y permaneció callado y constante en su conducir. Echó una mirada rápida al reloj y volvió la vista al frente.

―¿Dónde dices que está?

―Sigue por la derecha por setecientos metros. ―El celular de Fernando respondió por él.

Waze mentía. En el punto marcado no había absolutamente nada y el camino rústico y empedrado, con ramitas y restos de barro no parecía llegar a ninguna parte. Lía había terminado de dibujar y empezó a entretenerse contando ratolones, que se ocultaba a veces en la forma de los árboles.

―Tal como los jiokas que se esconden detrás de caras de gente normal ―dijo la niña en un tono agudo en que se adivinaba una amplia sonrisa.

Fernando sabía que solo faltaban unos cuantos minutos para que el extraño atajo que habían tomado terminara con Yago dando la vuelta con el ceño aún más fruncido y comentarios entre dientes sobre cómo había que siempre seguir los planes y nunca improvisar, porque ya ves lo que pasa cuando uno empieza a desviarse. Afortunadamente, no alcanzó a llegar a eso, ya que, en unos pocos metros de gravilla y tumbos, pudieron divisar unas escuálidas luces.

―¡Un pueblo fantasma! ―exclamó Lía.

―No aparece en el mapa, pero ya ves… ―Fernando no alcanzaba a divisar mucho con la niebla, pero sí logró ver la cúpula de una iglesia vieja―. Pueblecitos perdidos en las montañas. ¿No te parece estupendo, Yago?

―Genial, sí. Más vale que tengan sitio o tú conduces de vuelta.

El pueblo estaba en completo silencio salvo por el motor del auto y el rumor de los árboles que lo rodeaban. Yago estacionó frente a una casona antigua e iluminada por un único farol. Todos se bajaron.

―Puedo tocar para ver si hay alguien ―sugirió Fernando mientras Yago activaba la alarma.

―¿Buenas noches? ¿Los puedo ayudar en algo?

Una mujer alta y robusta, de pelo corto gris, salió de la casona envuelta en un abrigo. Fernando se fijó que llevaba pantuflas de gato en los pies y que no llevaba maquillaje en el rostro.

―Disculpe ―dijo Yago y tocó el brazo de Fernando con suavidad. Lía se puso frente a él y apoyó una mano en su hombro también―. Estamos de vacaciones y parece que nos perdimos un poco. ¿Hay algún lugar aquí donde poder alojarnos hasta mañana?

La mujer los miró fijamente unos segundos. El silencio era prácticamente absoluto. La luz del farol, intensa y constante, encandilaba un poco la vista. Sin el motor del vehículo, solo alcanzaban a percibir sus propias pisadas en el suelo de tierra.

―¿Turistas? ―preguntó la mujer. Parecía dubitativa―. Hace mucho tiempo que no recibíamos visitas. Hace mucho tiempo, sí. Discúlpenme por mi falta de modales. Soy Vanesa Serrano, alcaldesa de este humilde pueblo.

―¿Alcaldesa? ―repitió Lía―. ¿Eres la jefa? ¡Jefa de todo un pueblo! ¡Un pueblo fantasma además!

―Natalia ―murmuró Yago en un ligero tono de advertencia.

Vanesa se quedó mirando a la niña con una sonrisa algo enfriada en el rostro. Fernando estaba algo habituado a ese tipo de gestos. El evidente color rubio intenso del pelo de la niña en contraste con el marrón y el negro de ambos. Los dos hombres juntos con anillos en los dedos y una pequeña sonriente.

―Aquí solo hay unas pocas casas y familias. Un remanso de paz. ―La mujer negó con la cabeza―. Pero qué hacemos todos aquí en el frío de la noche. No tenemos hostales aquí, pero mi casa es bastante grande y tengo un par de habitaciones desocupadas.

Fernando apenas escuchó las instrucciones siguientes de doña Vanesa. Se ocupó de sonreír, dar cumplidos y sacar los bolsos de viaje. No era precisamente lo que tenían en mente cuando Yago por fin pudo conseguir algunas vacaciones en el estudio de contabilidad y mucho menos lo que esperaba estar haciendo luego de un par de meses sin empleo… pero Lía estaba encantada, Yago se había relajado y la casa no olía a monstruos de película.

―Siempre es lo mismo, ¿no? ―dijo Yago mientras sacaba la ropa de un bolso. Siempre terminas improvisando y desarmando todas las planificaciones que intento hacer.

―Eh, vamos… En el tercer paseo de la universidad te seguí al pie de la letra.

―La única vez ―murmuró Yago, pero también estaba sonriendo―. Eras mucho más tímido entonces, eso sí.

―Tú no has cambiado mucho, señor gafas resbalosas. ―Había logrado sentarse en la cama y entrelazar las manos de su esposo. Yago se acercó y le dio un beso que recibió con una sonrisa―. Pero ya verás que luego podremos contar una nueva anécdota.

―Si resulta que son alienígenas fugitivos que quieren comerse nuestros hígados… ahí te quiero ver.

Lía llegó poco después para desearle las buenas noches a los dos. Había llevado el dibujo con ella, porque pensaba regalárselo a la alcaldesa como agradecimiento. Fernando creyó escuchar un sonido que venía desde el patio de la casa, como alguien cantando a lo lejos, pero desapareció al instante.

―¿Escuchaste eso? ―preguntó Fernando unos segundos luego de que Lía saliera.

―¿Qué cosa? Y no vayas a decirme “no, nada, es me pareció…”.

Fernando se rio entre dientes y cerró los ojos.

Lía, en su cuarto, también escuchó la voz que cantaba. O voces, porque parecían varias. Le recordaba a los jiokas que durante la guerra de los cuatro eslabones habían escapado por el precipicio, cantando. La niña se asomó por la ventana, pero los cantos habían cesado. Desde allí alcanzaba a ver algunas casas contiguas y algunos árboles. Iba a volverse a la cama cuando un par de ojos brillantes le devolvieron la mirada. Ojos alargados e intensos rodeados de largos tentáculos. Lía ahogó un grito, pero cuando parpadeó ya no había nada allí.

―No funciona, ¿por qué no funciona? ―masculló Yago echando llave una y otra vez. El chillido jadeante del auto lo estaba poniendo de nervios.

―¿Qué pasó? ―pregunto Fernando, somnoliento.

―El auto no arranca. No entiendo. ¡Ayer estaba perfecto! Y ni siquiera hizo tanto frío como para que se afectara el mecanismo.

―Oye, oye, oye. ―Fernando se apresuró a acudir a su lado y rodeó sus hombros con un brazo―. Te estás estresando. Debe haber algún mecánico aquí.

―Le pregunté a la alcaldesa. Iba a despedirme de ella cuando todo esto pasó. Pero según ella no hay nadie.

―Hay señal, ¿no? ―Fernando sacó su celular y comprobó que, efectivamente, tenía una estupenda señal―. ¿Lo ves? Nadie quiere chuparnos los hígados. Podemos llamar perfectamente a alguien y que venga a arreglarlo.

Había alguien, claro. Un mecánico que también estaba de vacaciones y que podría llegar en dos días más. Yago de inmediato le informó del asunto a Vanesa, quien se disculpó profusamente por no poder serles de mayor ayuda y les ofreció una visita guiada por el pueblo a modo de compensación.

―Yo quiero ir a jugar ―dijo Lía que estaba esperando.

―¿Por qué no acompañas a Javier? ―preguntó la alcaldesa de pronto―. ¡Seguro le encantará jugar contigo! ¡Javier! ¡Javier!

Un chico un poco mayor que Lía, de pelo negro algo largo y vestido con pantaloncillos cortos y camisa, se acercó a Vanesa cuando escuchó que lo llamaban. Lía de inmediato sonrió, gritó “Quien llega primero” y salió corriendo. El muchacho corrió detrás.

―Niños, ¿eh? ―sonrió ella.

―Usted la viera con Jacinta, nuestra perra, no sé cuál de las dos hace más desastre.

Yago dejó que su marido hablara. La alcaldesa parecía encantada de escucharlo mientras hablaba a su vez de las casas, la plaza, el antiguo mercado, la enorme iglesia y de todo lo demás. Se respiraba un aire fresco y casi otoñal, pese a que era verano. El silencio parecía envolverlo todo. Mientras escuchaba sus propias pisadas, el hombre se dio cuenta de que no escuchaba ladrar perros ni cantar a los pájaros. En realidad, salvo ellos tres… no parecía haber nadie.

Javier había conseguido trepar tres veces el árbol junto al pozo antes de que los llamaran de vuelta a la casa. En el comedor habían dejado galletas para ellos, pero Lía aún no tenía hambre.

―¡Tú la llevas! ―gritó de pronto y empujó a Javier lejos de ella para salir corriendo.

Escuchó los gritos cuando se dio vuelta. Javier se había tropezado con la pata de una silla, había perdido el equilibrio y se había caído. El niño se encogió en el suelo y soltó un gruñido ronco y fuerte que hizo eco en las paredes de la casa. Un par de largos tentáculos salieron de la espalda de Javier. Lía abrió los ojos y retrocedió. Sintió que una mano la tomaba del brazo y la tiraba hacia afuera.

―¡Javier! ¡Tranquilo, tranquilo! Estás bien, estás bien…

Lía corrió junto a sus papás, que gritaban cosas. Corrieron rumbo al sendero, pero no alcanzaron a llegar lejos.

―¡No puedo salir!

―¿Qué?

―¡No se puede! ¡Hay algo!

Atrás escucharon pisadas.

―No pueden salir. No hasta que prometan que no se lo dirán a nadie…

Yago golpeó el aire y notó que algo retumbaba bajo su puño. Era como pegarle a una gelatina que te devolvía el golpe. Fernando había agarrado con fuerza su celular y parecía intentar apretar los números, pero las manos le temblaban. Lía se arrebujó contra él con los ojos cerrados. Frente a ellos estaba Vanesa y Javier.

―Por favor. Por favor, calma. ―La alcaldesa parecía sumamente acongojada. Tenía los ojos vidriosos y también le temblaban las manos. Yago se dio cuenta, por primera vez, que detrás de los visillos de las ventanas de las casas, había gente que los estaba mirando―. No es lo que creen. No… no somos monstruos. Este pueblo… Este pueblo es un santuario. Un santuario para todos aquellos que debieron huir de los horrores de una guerra fuera de este mundo y que encontraron algo de paz aquí. Se supone que hay… conjuros… para evitar que extraños entren. En los bosques hay brujas que nos proveen de ellos ―Vanesa tragó saliva y estrechó con fuerza a su hijo―. No sé por qué falló esta vez… Nadie se lo explica. No somos monstruos ―repitió―. Somos… seres de… otro mundo. Sé que es difícil de creer. ―Sonrió a su pesar―. Pero ya vieron a mi hijo. Cuando perdemos la concentración o nos asustamos, perdemos la forma que hemos adoptado para vivir entre ustedes. Ya vieron a mi Javier… Vivimos con miedo a que nuestros enemigos nos encuentren. Si nos encuentran nos matarán a todos. Por favor… Pueden marcharse si prometen mantener el secreto. ¿Creen que podrán hacerlo? ¿Mantener nuestro secreto?

Fernando había guardado el celular en el bolsillo y sus manos habían dejado de temblar. Yago le tomó la mano y esbozó una sonrisa melancólica. Ambos cruzaron miradas un segundo. Lía se había dado vuelta y miraba a Javier con una enorme sonrisa sin una pizca de alegría en sus facciones.

―Sí… ―murmuró la niña y los tentáculos alcanzaron a estrangular la garganta del muchacho. El grito de Vanesa se ahogó cuando Yago y Fernando se empezaron a reír, entrelazando sus tentáculos antes de asfixiarla―. Creo que podremos hacerlo, jiokas.

Delatados por los tentacúmagos (Stiby)

El ronroneo del motor les acuna. Yago va al volante, con los cinco sentidos en el asfalto empolvado y los posibles animalillos salvajes que puedan salirle al paso entre la niebla. Fernando maneja la radio, en la que ha conectado su Ipod. Desde hace ocho años, en el aparatito se mezcla la música metal que a ellos tanto les gusta y que fue su principal nexo de unión cuando se conocieron en la Universidad, y las canciones infantiles para Natalia, que sigue disfrutando como la que más de escuchar la banda sonora de sus películas Disney.

En el coche se respira mal amiente, ya que Yago se equivocó al tomar un desvío y los GPS del móvil no funcionan por culpa de las altas montañas, así que la familia se encuentra perdida sin mucha idea de cómo ubicarse.

Casi se dan de bruces con la primera casucha del pueblo, tras la señal de prohibido ir a más de treinta. Que tampoco es que fuesen mucho más rápido. Frenan casi hasta detenerse y Yago dirige el coche hacia un camino peraltado que parece ser la entrada del pueblo… ¿Cómo se llama? Un total misterio escrito en un cartel que, probablemente, han dejado pasar entre la niebla.

Circulan por un camino angosto, entre casas de una sola altura, de puertas bajas como las de antes, cuando todavía no comíamos tan bien ni vivíamos tanto, ni éramos tan egoístas. Las alcantarillas hacen casi más ruido que su motor, cuando pasan por encima. Clonc, clonc. Clonc, clonc. Lía se espabila en el asiento de atrás y a lo lejos hace aparición la Iglesia, edificio necesario en todo pueblo español que se precie, con su única torre iluminada por algunos focos. Está sobre una pequeña elevación del terreno y pareciera que lo controlase todo. Rodeada por la niebla, parece un edificio de película de terror barata.

—¿Hemos llegado ya? —La ilusión palpable en la voz adormilada de Lía.

—No, sólo vamos a parar un momentito —responde Fernando, soltando una mano del volante para acariciarle la rodilla—. Sigue durmiendo, hija —dice, deteniendo el motor y apartando el coche en una plaza que da acceso tanto al ayuntamiento como al centro neurálgico del mundo rural: el bar—. Voy a preguntar —dice—. ¿Te quedas con la niña?

Yago asiente y baja la radio.

—Lía querrá hacer pis, ¿verdad?

La niña asiente dando saltitos, emocionada por poder salir del coche y hacer algo más que estar sentada todo el día, atada con el cinturón que es tan incómodo pero que es obligatorio, según sus papás. ¡Odia los viajes en coche! ¡Es un rollo tener que viajar en coche! ¡Ojalá pudiesen hacerlo por teletransporte! ¡O incluso nave espacial, para ya no ir más en esa silla tan incómoda! ¡Eso sería muy genial! Sonríe ensimismada.

A los pocos minutos, su papá sale del edificio tan grande y ¡viene con una señora! ¡Resulta que vivía alguien en esas casitas tan pequeñas hechas de barro!

—¿Esta es la pequeña Lía? —Pregunta la mujer, con una mirada de extrañeza que no parece fingida—. ¡No puede ser! ¡Tu padre me ha dicho que tienes ocho años, pero estoy segura de que tienes por lo menos diez!

Lía sonríe bajando del coche.

—Mi papá Fernando en realidad no es mi papá, porque yo soy adoptada —le explica, ya que parece interesarse en su genial familia—. Yo tenía otros papás, bueno, una mamá y un papá que ya no importan, porque ahora tengo los mejores papás del mundo —asegura, orgullosa.

Papá Fernando no trabaja y está todo el día con ella cuando no va al cole, y papá Yago le da abrazos tan fuertes que se enfada porque la aplasta, y le dice que así no podrá crecer nunca. Pero es de mentira, porque le encantan sus abrazos.

—Y sí que tengo ocho años —asegura, levantando cuatro y cuatro dedos—. Quiero ir al baño —recuerda de pronto, bailoteando sobre sus pies.

La mujer la acompaña de la mano y pronto se gana el corazón de la niña, porque le da un caramelo de fresa, sus favoritos, y no le pellizca la mejilla como hace la tía Mari, que sabe que a ella no le gusta pero le da igual. Cuando se entera de que se llama Vanesa, ¡como su profe! Natalia enseguida le pregunta si pueden quedarse a jugar en su casa.

Ante el azoramiento de los padres, que una mirada experta notaría fingido, Vanesa no solo les presenta a su hijo Javier, y sus miles de juegos por los que Lía enseguida se interesa, sino que les ofrece quedarse a comer en su casa, incluso a dormir de ser necesario.

El ofrecimiento es extraño. Los padres intercambian una mirada en la que vuelan palabras no pronunciadas, mientras se dan la mano, como si pudiesen hablar a través del tacto.

Habrían denegado el ofrecimiento, pero ante la cara suplicante de una Lía que ha hecho migas espectaculares con la madre y su hijo, no pueden negarse. La niña da un grito de felicidad y les explica, emocionada, que Javier le va a enseñar a trepar a los árboles y que van a ir a comprar chuches.

Todo parece ir sobre ruedas durante una estupenda comida y tras la sobremesa, los turistas se ofrecen para cuidar a ambos chicos. Vanesa se va tranquila a hacer su ronda por el pueblo, para comprobar si alguno de los mayores que vive solo necesita ayuda o algún recado.

En cuanto cierra la puerta, Yago susurra en el oído de Fernando:

—Esto no me gusta. Creo que sospecha.

—Eres un paranoico. Todo va bien.

Pero, como queriendo hacer caso a sus temores, pronto sucede algo extraño en la casa, cuando Javier les deja solos en el salón para ir a por más juguetes. Se escuchan voces, gente que canta.

—¡¡UN ALIENÍGENA!! —grita Lía de pronto, señalando una sombra entre los árboles desde la ventana.

—¡Yo lo he visto también! Juraría que era… —susurra Fernando. De pronto se detiene y sale corriendo hacia la entrada. Abre la puerta como si hubiesen llamado, pero allí no hay nadie.

Fernando mira el amuleto que cuelga sobre la mirilla: una corona de hierba seca y flores rojas que parecen haber repuesto recientemente. Una especie de atrapasueños o espanta espectros. Sale de la casa y vuelve a los pocos segundos, dirigiéndose a un preocupado Yago que se ha quedado plantado en medio del salón, mirando embelesado el colgajo seco. Engañabobos, habría pensado cualquiera. Cualquiera menos ellos. Empiezan a vislumbrar que en aquél pueblo no están tan indefensos como pareciese a primera vista. De hecho, no recuerdan haber visto tampoco ningún animal callejero…

La alcaldesa todavía no ha vuelto de su ronda cuando se van a la cama, con más malestar del que quieren reconocer. Empiezan a sospechar. Algo no va tan bien como parece. Tal vez sus planes se vean truncados.

Al día siguiente todos se levantan con ojeras y, tras el desayuno, la pareja extranjera se muestra deseosa de partir. En pocos minutos se despiden y montan Lía en su silla, pero… ¡el coche no arranca! Y para colmo, las desgracias nunca vienen solas y resulta que el mecánico más cercano vive a veinte kilómetros de distancia y tiene dos días de permiso. Los forasteros rezongan mientras Vanesa intenta animarles ofreciéndoles un paseo por el pueblo y encargando a Javier que lleve a Lía a jugar y a comprar chuches al bar.

Cuando los adultos regresan a casa, ambos chicos están peleando en el comedor.

—¡Es mía! ¡La he pagado yo!

—¡Lía! —Regaña su padre, más atemorizado de que los niños inicien una pelea que avergonzado por ello—. ¡Tienes que compartir las cosas! Deja que Javier se coma la gominola. Tú tienes muchas.

Pero la niña está enfurruñada y empuja al chico mayor, con tal mala suerte que éste se cae al suelo dándose un fuerte golpe. El comedor queda en silencio unos segundos, todos tensos como palos. De pronto Javier empieza a temblar y de su pecho salen dos tentáculos retorcidos que enseguida se dirigen a Lía.

Sin poder creer que aquello esté pasando, los dos padres se apresuran a alejar a la niña. Pese a todo, en sus rostros no aparecen las emociones esperadas. Ni pánico a lo desconocido ni incomprensión total, sino simplemente hastío y fastidio. Como quien mira una cucaracha en su camino. Como si su hija no hubiese estado a punto de ser devorada por una especie de ser extraterrestre.

Un ser extraterrestre que tras unas palabras tiernas de su madre parece haber vuelto a la normalidad. Ya no hay tentáculos y vuelve a ser un Ser Humano corriente y aburrido. Lía le mira frunciendo el ceño, empezando a comprender que aquello no puede ser casualidad. Está a punto de abrir la boca cuando su padre la coge en brazos y echa a correr, con su marido tras ellos, hacia la calle.

Callejean para escapar, fijándose en los amuletos horticultores que hay en todas las puertas. ¡Joder! ¡¿Cómo han podido pasarlo por alto?!

—¡¡Papá!! ¡Papá! —Grita Lía, emocionadísima, conteniendo el aliento, agitada como si fuese ella la que corriese cargando con su padre y no a la inversa— ¿Has visto? Tenía tentacúmagos, ¡Javier tenía tentacúmagos!

Yago le tapa la boca.

—Calla, Lía.

—¡Esperad! —Es la voz angustiada de Vanessa, justo cuando Fernando cae al suelo en su carrera, al encontrar una barrera invisible que le impide correr más allá de la señal que marca el inicio del pueblo. Ambos adultos saben lo que ocurre antes de que la Alcaldesa empiece su explicación.

» Esto puede sonar raro, pero ¡tenéis que creerme! No quiero haceros daño, pero no puedo dejaros salir sin que me prometáis que no vais a hablarle a nadie de lo que habéis visto. Pondríais nuestra vida en peligro. ¡Incluso la supervivencia de nuestra especie!

Yago y Fernando intercambian una mirada. Dejan a Lía en el suelo y le susurran que se aleje. Lía hace caso sin rechistar, ante la mirada de “luego hablaremos” de su padre, teme que le castigarán mucho por haber empujado a Javier, ¡pero piensa dejar claro que no fue culpa suya!

—No deberíais haber podido entrar en el pueblo… los amuletos… —Está diciendo Vanessa, su mirada se dirige hacia la puerta que tiene más cerca, de la que cuelga un amuleto hecho con plantas para alejar los malos espíritus. Y cosas más peligrosas que un espíritu. Como una familia de malditos seres humanos, que han llegado allí Satán sabe cómo y amenazan la seguridad de toda su especie—. ¡Maldita mierda! ¡Los amuletos de las brujas del bosque llevan años funcionando! ¿Por qué han fallado ahora? —murmura, sin darse cuenta.

Mira suplicante a los dos hombres, que parecen más interesados en su garganta y en el modo en que sube y baja su nuez, que en sus palabras.

—Disculpad —medio tartamudea—. Estoy muy nerviosa, esto es muy peligroso para nosotros. ¿Podríamos volver dentro? Os lo explicaré todo. No somos peligrosos para los humanos, podemos transformarnos a voluntad y hemos elegido vuestra forma para integrarnos en la Tierra. Nos cuesta trabajo mantenerla y por eso Javier cuando se hizo daño, al perder la concentración… —se interrumpe, pensativa—. No queremos causar problemas. Os lo juro. Sólo queremos vivir en paz, tras una horrible guerra que dejó nuestro planeta asolado este es el primer mundo donde logramos encontrar un poco sosiego. No venimos a causar daño.

Pero no hace falta que les jure nada. Ellos ya lo saben. Los dos hombres siguen dados de la mano y de pronto, como si lo hubiesen acordado por telepatía, ambos dejan salir sus tentacúmagos, esa especie de vísceras gelatinosas que proceden de su estómago. Las orejas se les alargan hasta ser dos antenas redondeadas y los ojos se fusionan en uno solo. La piel comienza a cubrirse de pústulas y ampollas. Vanessa abre la boca, desconcertada. Su lengua, de pronto, es bífida.

—Prometemos mantener el secreto, y vuestro pueblo, a salvo —murmuran al unísono, en la lengua común de Kawai, su planeta de origen. Aunque la telepatía que viaja a través de sus manos, ahora ventosas conectadas, no dice lo mismo.

Por suerte para su tranquilidad, Vanesa no puede saberlo.

7 comentarios en “Escaleta Abedul (I Torneo Remolachachi)

  1. Me encanta esta escaleta, aunque tiene un detalle que no me gusta que es el «estafalectores». Es decir, la sorpresa que ellos también son alienígenas es estupenda, pero si relees sabiéndolo mucho de lo que sucede es contradictorio. En ese sentido, creo que la primera y la última escaleta son las que mejor lo plasman. También me ha gustado mucho todo el incapié que le ha dado Stiby a los amuletos, deja más claro para qué estaban ahí.

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    1. A mí tampoco me gusta cuando al final nada es lo que parece, por eso intenté que se notase al menos que había «algo más» durante toda la segunda mitad del cuento. A parte en la escaleta decía que había que dejar claro que eran de bandos contrarios pero sin decirlo claramente. Me costó esa parte, la verdad, y no sé si en mi relato en particular se entiende del todo.

      Pero me gustó el reto que representaba y más con la intención que yo tenía (que no sé di logré del todo) de no hacerlo tan «inesperado». Creo que no lo logré mucho al inicio, el tema de hacer que estuviesen perdidos y justo llegasen a un pueblo con alienígenas, ahora que lo pienso podría haberse puesto algo de sorpresa cuando ven a la alcaldesa por primera vez, en plan «¡coño! ¡Si estaban aquí!».

      Muchas gracias por la parte que me toca de tu comentario.

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  2. Awwww, son geniales. Me pareció una escaleta muy ocurrente, aunque me costó darle mi rollo. Espero que os divirtieseis escribiendo, yo lo pasé genial. Sobre todo, me gustó mucho el final 😀

    ¡Muchas gracias a Guille por la escaleta! Y por supuesto a la berenjena por organizarlo todo 😀

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