Proyecto Remolacha: Escaleta 8

Hoy tenemos un trío chachi molón, porque… Porque yo lo digo. Se trata de @mariagozu, @Elein_88 y @LindaRavstar.

La escaleta es cortesía de @LAlighierina: Escaleta (8)

Relato 1 (mariagozu): El mito de la caverna

El último grano de arena hizo ‘plic’ sobre el montón que ya se había acumulado en la base del reloj de arena. Su sonido retumbó contra las paredes de la estancia, se escapó por los túneles que se abrían a su alrededor y pareció llamar a todos los habitantes de las cavernas hasta que fue absorbido por la laguna.

Pies Descalzos, como siempre, se acurrucaba al fondo de la cueva, enfrentado al reloj y con la laguna como escudo entre ambos. Esperaba así el fin del ciclo y rogaba a quien quisiera oírle que él no fuera elegido para…

Los pasos en los túneles le sacaron de sus cavilaciones. Él evitaba sus miradas fijando la suya en sus pies. Las voces de siempre exclamaban lo de siempre; unas ilusionadas, otras curiosas, muchas interrogantes, muy pocas sonaban confiadas. Y no era de extrañar. Ningún elegido había vuelto de su misión.

Los últimos en llegar siempre eran los pasos del jefe. Guanarterme ya no les dirigía palabras grandilocuentes ni aspavientos con las manos. Hubo un tiempo en el que las explicaciones eran necesarias, pero eso se había acabado antes incluso de que Pies Descalzos naciera. Como siempre, el joven clavó sus ojos atentos en el hombre, que se dirigió al reloj para situarse a su lado. Puso una mano sobre su superficie y miró a la multitud que se congregaba ante él a los ojos. Desde los niños de pecho hasta los ancianos que aún podían subir hasta la estancia esperaban expectantes el sonido del nombre, que resonaría como lo había hecho el último grano de arena.

—Pies Descalzos.

Fue suficiente para que el mundo del joven se rompiera en pedazos, como cuando tallaba las puntas de lanza y salían despedidas las lascas. Nunca su nombre le había dado tanta repulsión. No sintió la mano de su madre alrededor de su brazo mientras corría por los túneles en dirección a su cueva. Mientras avanzaba, golpeaba las piedras de las paredes de los niveles superiores y los colmillos de mamut de los inferiores con su cuchillo de hueso para acallar sus pensamientos con el ruido que producía.

Cuando llegó al hueco en la roca que era su hogar pensó que nunca conseguirían sacarle de allí. Allí estaban sus recuerdos, su madre y sus amigos, sus posesiones y… su mundo eran aquellos túneles, no ese Mundo Exterior del que nunca nadie había vuelto.

—Pies Descalzos, tienes visita.

—No me importa, madre. No voy a cumplir con mi deber como elegido. Díselo a Guanarterme de mi parte.

—¿Y por qué no me lo dices tú mismo?

El joven se apresuró a ponerse en pie.

—No te levantes, hijo. ¿Quieres que hablemos?

El chico negó con la cabeza.

—No voy a hacerlo. No voy a enfrentarme a todos esos seres que viven fuera de estos túneles ni pienso poner un pie más allá de las puertas.

—¿Por miedo?

—Yo no tengo miedo –mintió.

—Entonces, ¿por qué te niegas a afrontar la misión que yo mismo te he confiado?

—Porque no quiero abandonar a mi familia. Mi madre me necesita y yo no soy el más fuerte ni el más listo para enfrentarme a todos los peligros que hay ahí fuera.

—Esos peligros de los que hablas no son más que leyendas.

—Tú no lo has visto, no puedes saberlo.

—Mira, Pies Descalzos, desde que fui elegido como jefe de nuestra tribu he soportado el inmenso peso de elegir cada ciclo a quien saldrá de estas cavernas. Es una elección que siempre duele, porque encierra una despedida que, hasta ahora, nunca trae un reencuentro.

—Conmigo tampoco tiene por qué ser diferente.

—Podría serlo. Eres tú mismo el que te estás cerrando la posibilidad de ser quien nos diga qué hay más allá de las puertas. Iría yo mismo, de veras, pero a mí me eligieron para otra misión, que, te puedo asegurar, no está libre de peligros.

—Pero tú no te has separado de tu familia, no has dejado toda tu vida anterior atrás…

—¿Le has preguntado a tu madre qué opina?

El chico miró hacia la entrada de la cueva, desde donde su madre les escuchaba. Reconoció el orgullo en sus ojos, la confianza en su postura, la fuerza que le transmitía a través de su sonrisa. Le devolvió la mirada y, aunque dolía, se giró de nuevo hacia los ojos oscuros y serios del jefe con una nueva resolución.

En los tres días posteriores que tenía para prepararse, Pies Descalzos afiló sus cuchillos, armó nuevas flechas, metió todos los presentes —comida, sobre todo— que le llevaron sus amigos en su bolsa de dos asas y se fue despidiendo de todos ellos. Cuando su madre le recogió el pelo en un moño la mañana antes de partir, evitó mirarla a los ojos. Y lo mismo hizo cuando ella le ajustó sus pieles, de distintos grosores y materiales, alrededor de su enjuto cuerpo.

—Estoy muy orgullosa de ti, cariño. Pero también tengo miedo. Prométeme que te cuidarás allí fuera, te encuentres lo que te encuentres.

—Te lo prometo, madre. ¿Crees que podré volver?

—Si es tu destino, sabrás conseguirlo. Yo te estaré esperando, pero estoy segura de que, si no tienes que volver, deberá ser así.

Pies Descalzos le miró las manos, suaves pero fuertes, como toda ella.

—Voy a echarte de menos, mamá.

—Y yo a ti, mi vida. Los túneles no van a ser los mismos sin ti.

Cuando la abrazó, se aferró con desesperación a sus ropas y empapó su pecho de lágrimas. Su madre también lloraba.

—¿Te cuidarás?

—Claro que sí.

Pies Descalzos había pedido a sus amigos y familiares que no fueran a despedirle al Pasillo Exterior. Se detuvo ante la primera puerta custodiado por su madre y por Guanarterme. Sabía que después de esa puerta había otra, pero nada más. El jefe abrió la puerta, que era apenas una arcada de piedra con una tela de hebras ásperas atada a los salientes. Parecía fácil de abrir, pero las leyendas y el miedo eran las más fuertes cerraduras.

Pies Descalzos se giró hacia su madre y, esta vez sí, se encontró con sus ojos y trató de transmitirle todo en la penumbra de la caverna. La luz de su antorcha hacía que la sonrisa de su madre pareciera más triste. Apretó sus manos e intercambió una reverencia de respeto con el jefe, que le dio su bendición y le mostró el camino hacia el pasillo.

Pies Descalzos no miró atrás cando se quedó a solas con su antorcha. Y tampoco cuando pasó a través de las siguientes puertas, de hueso, de tela, de madera… y de un extraño material duro y brillante, similar al que a veces se encontraban excavando en la roca de los túneles. La manivela cedió ante la presión de su mano y Pies Descalzos perdió la visión.

Sus ojos no le mostraban nada de lo que le rodeaba. Sus pulmones notaban algo fresco recorriéndolos. Sin estar seguro de que sirviera de algo, Pies Descalzos cerró sus párpados y avanzó varios pasos sobre la superficie de piedra. El miedo le hizo abrirlos, muy despacio.

Una luz mucho más potente que la de su antorcha iluminaba cada rincón hasta donde alcanzaba su vista. Y eran unos rincones muy hermosos. Tenían colores que no se podían comparar con los pardos de sus vestidos ni de las paredes de su hogar…

Su hogar.

El joven se giró hacia la puerta que se había cerrado a su espalda. Y después observó los colores. Hinchó el pecho y la sensación de frescor volvió. Era la sensación de las corrientes que se generaban en los túneles, pero mucho más limpia. Siguió avanzando y puso sus pies sobre una superficie diferente. Sus hebras verdes se colaron entre los dedos, haciéndole reír.

“A mi madre le gustarían tantos colores”.

El tacto de este mundo exterior era muy distinto. El olor era embriagador, le llenaba los pulmones y se expandía por todo su cuerpo. El aire le rozaba la piel y le arrancaba mechones del recogido. Los colores que al principio le habían cegado ahora revelaban nuevos e infinitos matices que le hacían sentirse un poco más vivo, como si la ceguera la hubiera vivido desde que nació hasta ese momento.

Pero había una decisión que tomar. Volvió su vista hacia la entrada de su cueva. Observó las briznas que rodeaban sus pies descalzos, tan diferentes a la ruda arena del suelo de su hogar. Se sentó sobre la alfombra que cubría el nuevo mundo y le arrancó algunas hebras. Como le habían arrancado a él de su comodidad.

A lo mejor ese arrancarse de la comodidad no era para todos. A lo mejor era verdad que el destino elegía a unos e ignoraba a otros.

Tal vez el vencer a las leyendas que les aterraban no era para todos los que las escuchaban entre las paredes, en las cuevas.

¿Y si todos los que habían salido antes que él habían logrado empezar una nueva vida? Pies Descalzos decidió que quería encontrarlos.

Aferró sus armas y encaró los peligros que quizá le esperaban más allá de la puerta. Tendría que descubrir nuevos alimentos, afrontar leyendas y conseguir encajar en ese mundo cuyos cambios no conocía y cuyos caminos tal vez tendría que comenzar a trazar. “Será una aventura, un viaje como el de las historias que mi madre siempre me contaba de pequeño”. Nunca se habría imaginado un mundo tan diferente. “Madre estará orgullosa de mí. Tengo que conseguirlo, por ella y por todos los que partieron antes que yo. Tarde o temprano, conseguiremos encontrarnos todos fuera de esos túneles y eliminar esas puertas que nos impiden luchar contra los mitos”.

Relato 2 (Elein_88): La cueva

El reloj de arena gobernaba el centro de la sala circular, sobresaliendo de la laguna de aguas tranquilas, bajo la atenta mirada de todos. Un nuevo ciclo lunar llegaba a su fin, una vez más, el prístino reloj vaciaría su contenido mientras los habitantes de la cueva designaban al elegido de la misión más importante, la de abandonar su resguardo y explorar el mundo.

Todos esperaban con el alma en vilo. Algunos con expectación, la mayoría con miedo. Pies Descalzos era de los que temía la decisión tomada por la asamblea. Temía volver a despedirse de uno de sus hermanos. La última vez había tardado meses en superar la pérdida, no quería volver a hacerlo.

En medio de un silencio casi sagrado, el jefe pronunció un nombre a la tribu. La decisión estaba tomada.

Un escalofrío helado recorrió el cuerpo de Pies Descalzos. Su nombre había salido de la boca del líder de la tribu.

No. Era imposible. No podía ser él.

Una presión despertó en su pecho, como si algo le impidiera respirar. Todo su pueblo le miraba sin pronunciar palabra. Sus miradas pesaban,  clavándose como estacas.  Sintió náuseas y una ansiedad creciente.

Se levantó tambaleante, mientras la razón gritaba órdenes que su corazón no pensaba obedecer. Echó un vistazo a su alrededor. Todos los túneles convergían en aquella sala, podía escapar por cualquiera de ellos. Su instinto ganó y sus pies raudos le alejaron hacia ellos, a evadir su responsabilidad, a buscar refugio, como un niño asustado.

Huyó, sintiendo el contacto con el terreno arenoso que arañaba su piel, como intentando castigarle por su decisión cobarde.

Pero cuanto más se alejaba, más seguro estaba de ello. Él no era un buen candidato, jamás podría hacerlo. No abandonaría el cobijo de los túneles, de su hogar, de sus seres queridos. No renunciaría a todo lo que conocía, aunque el jefe hubiera pronunciado su nombre, aunque sus leyes dictaran que debía acatar la decisión. No, no podían obligarle, a menos que le atraparan, y no estaba dispuesto a que eso ocurriera mientras sus pies siguieran corriendo.

Esa idea alentadora le acompañó mientras ascendía por los túneles superiores, aquellos construidos con los imponentes colmillos de los grandes mamuts, formando arcos nacarados de gran resistencia y belleza. Siguió corriendo mientras sentía cómo sus pulmones ardían, cómo sus músculos gritaban de dolor, cómo el esfuerzo coartaba su respiración y desvanecía sus fuerzas; hasta que sus pasos le llevaron al único lugar al que no quería ir: el pasillo exterior.

Y entonces lo comprendió. No podía huir. No podía hacerlo en un laberinto de túneles finitos de arena y piedra que le conducían hacia dos únicos destinos: la sala principal donde todo el mundo aguardaba y el mundo exterior, aquel al que tanto temía.

Entonces su mundo se desmoronó y cayó al suelo, presa del cansancio y el desánimo. Se encogió, ovillándose, envuelto en un torrente de lágrimas que no cesaba.

Sabía que no podía escapar de su destino, pero le aterraba emprender ese viaje de no retorno. Muchos habían salido de los túneles antes que él. Ninguno había vuelto. No podía ser casualidad. El mundo fuera de la cueva era peligroso. Durante veinte ciclos lunares había escuchado historias, historias aterradoras, todas sobre los peligros que aguardan al otro lado. Había crecido con la idea  de que solo en el interior de la cueva podría llevar una vida tranquila y feliz, y ahora le obligaban a renunciar a ella.

El sonido de unos pasos interrumpió sus pensamientos. Alguien se acercaba a él. Probablemente los soldados venían a castigarle por su comportamiento, había desobedecido la ley.

Levantó la mirada y se encontró un rostro sereno, sin atisbo de ira ni cordialidad, carente de emoción alguna. Era Guanarteme, el jefe de la tribu, el causante de su infortunio.

Se quedaron mirándose, sin pronunciar palabra, mientras intentaban ahondar en los pensamientos del otro. Pies Descalzos intentaba  entender por qué le había elegido y cuán defraudado debía sentirse por su reacción. Guanarteme probablemente buscaba otra cosa. Finalmente, Guanarteme rompió el silencio y extendió su mano para ayudarle a levantarse.

—Ven conmigo —ordenó con voz autoritaria, pero suave. No había atisbo de reproche en su voz, tan solo fuerza.

Pies Descalzos desanduvo sus pasos tras Guanarteme, de vuelta a la sala del reloj. Le sorprendió encontrarla vacía. El jefe le guio hasta la gran laguna y se quedó a su lado, mientras ambos contemplaban su reflejo.

Pies Descalzos miró las aguas y contempló su tez pálida, contrastando con su rostro ojeroso y su melena oscura recogida en un pequeño moño, junto al imponente rostro de su líder, de facciones endurecidas y señal de una vieja cicatriz. Su complexión parecía aún más menuda junto a la musculatura del jefe, tan formidable.

Guanarteme al fin habló, confesándole que antaño él también había sido un chiquillo enclenque y temeroso. Le habló de sus miedos y de cómo se había enfrentado a ellos. Después le habló de la importancia de su tarea y le explicó por qué le había elegido. Confiaba en sus posibilidades. Cierto era que ninguno había vuelto antes, pero ningún candidato era como él. Todos habían sido valientes guerreros, impulsivos, y tal vez estúpidos. Él era precavido e inteligente. Él no cometería los errores de sus predecesores. Él triunfaría donde otros habían caído.

Inspirado por sus palabras, Pies Descalzos empezó a desterrar sus miedos y a pensar que, quizás, tuviera una remota oportunidad de conseguirlo. Si no le quedaba más remedio que acatar la decisión del líder, al menos intentaría hacerlo con confianza en sí mismo.

Salió de la gran sala y recorrió los túneles, esta vez con la cabeza bien alta, con paso decidido, escoltado por los soldados de la tribu, que debían ayudarle a aprovisionarse bien para su partida.

Le entregaron armas y provisiones mientras le conducían al pasillo exterior. Allí sus compañeros aguardaban, aquellos a quienes consideraba hermanos. Todos le despidieron con su mejor sonrisa, con palabras de aliento, incluso algunos le ayudaron entregándole sus mejores tesoros, cosas que podrían serle de utilidad en su viaje o amuletos que le protegieran. Así llenó sus bolsas con machetes, puñales, cuerdas, ropa gruesa, herramientas para hacer fuego, víveres y agua de la laguna.

Uno a uno, se despidió de todos, mientras avanzaba por aquel pasillo, cubierto de puertas que se cerraban a su paso. Todo quedaba atrás, aguardando a su regreso.

Arribó al último tramo, el que le conducía a una realidad desconocida. A pesar de las palabras del líder, avanzó tembloroso, mientras el sudor bañaba su piel. Un resplandor anunciaba el fin del camino, uno mucho más vivo que el de cualquiera de sus antorchas, uno con un tinte… distinto. Su corazón golpeó su pecho con intensidad, haciendo acopio de un valor que le costó reconocer como propio.

Pies Descalzos cruzó el final del túnel para recibir un resplandor que le obligó a cerrar los ojos. Era demasiado intenso, tanto que tuvo que cubrirse con los brazos mientras impregnaba su cuerpo. Una calidez le abrazó, le acarició con ternura, dándole la bienvenida. Pestañeó una y otra vez, hasta que sus ojos comenzaron a acostumbrarse a tal intensidad.

Antes de haberse acostumbrado a esta nueva sensación, otra le embriagó. Algo meció su cabello recogido y acarició su rostro, refrescándolo. Le recordó a sus batallas de soplidos con Ojos Pardos, pero esto resultaba mucho más intenso, más refrescante, más puro.

Decidió inspirar con fuerza para intentar absorberlo, para sentir cómo el aire limpiaba y purificaba su pecho.

El joven aventurero avanzó un poco más, maravillado por esta amalgama de sensaciones desconocidas. Pronto su vista comenzó acostumbrarse a su nueva situación y una multitud de siluetas y colores cobraron forma frente a él, formaciones que se elevaban tan alto que no alcanzaba a ver el final.

Pero entonces su mente empezó a formular mil preguntas, todas con un mismo comienzo. ¿Por qué?

¿Por qué vivir en la cueva? ¿Por qué encerrarse en los túneles, alejados de todo cuanto ofrecía el mundo? ¿Por qué esconderse en aquel agujero? ¿Por qué nadie había vuelto?

Entonces se estremeció.

Nadie había vuelto…

No porque hubiera hallado la muerte al atravesar los túneles, sino porque habían hallado la vida. Es porque habían descubierto la verdad, se habían liberado.

Una duda más sombría asoló su mente: ¿Nadie había vuelto? ¿O no le habían dejado volver?

¿Y si les habían hecho creer que no habían vuelto porque no interesaba lo que tenían que contar? ¿Y si les habían encerrado? O peor aún, ¿les habían matado?

Pero, si de verdad habían vuelto y habían silenciado sus hallazgos, ¿para qué seguir enviando candidatos año tras año? Aquello no tenía sentido.

Mil pensamientos se debatían en la atormentada mente de Pies Descalzos. ¿Qué debía hacer? ¿Agradecer la elección y la oportunidad de liberarse de aquella atadura, de aquella sociedad falsa que les engañaba o volver y avisar a sus hermanos?

Deambuló por los alrededores de la cueva, meditando cada opción, hasta que decidió que solo había una cosa por hacer: seguir adelante.

Sus pies descalzos se pusieron de nuevo en camino, adentrándole en esa nueva realidad maravillosa, alejándole de aquel agujero donde ha vivido toda la vida, un espejismo de protección que disfrazaba una jaula.

Lo había decidido. Iría en busca de los que salieron antes que él, así hallaría respuesta y consejo. Tal vez ellos le explicarían toda la verdad y algún día pudiera regresar a la cueva, no como un cobarde, sino como un héroe, un libertador.

El viento ululó tras él y le acompañó en su travesía.

Su nueva vida comenzaba.

Relato 3 (LindaRavstar): Conoceremos los ojos de los dioses

Fuerte, fuerte, fuerte. El pecho de Pies Descalzos sonaba y dolía con cada paso. La arena fría entre sus dedos dejaba decenas de huellas en el suelo. Apenas distinguía rostros. Apenas notaba su cuerpo. Caminaba junto al resto con los ojos congelados. Los túneles hacían eco de las pisadas y hacían retumbar los murmullos.

Afuera. Afuera, esa era la palabra que le retorcía el estómago a Pies Descalzos. Afuera, donde las bestias desgarraban la carne, donde no había paz oscura para los ojos, sino un fuego que quemaba los huesos. Afuera, donde se respiraba muerte y olvido en un blanco eterno, en ruidos que hacían explotar los oídos. Afuera, afuera, afuera de los túneles.

Pies Descalzos se frotó el pecho tres veces como su artia le había dicho para tener valor, pero solo notó la piel agrietada de sus manos contra el pecho pegajoso. El agua del miedo. El agua que salía del cuerpo y marcaba a las presas atemorizadas.

«Son solo leyendas». La respuesta, parca y sencilla, era como el sabor de las raíces en agua. Desabrida y terrosa, se pegaba en su lengua y llenaba el estómago con una pesadez que apagaba sus rugidos.

Golpe. Golpe. Golpe. Pies descalzos sintió el eco dentro de sí mismo y cerró los ojos, pisando y pisando mientras avanzaba. La laguna parecía muerta y congelada cuando el chico llegó, junto con el resto de la multitud, hasta su lugar en el Círculo. Los oídos le retumbaban y no se atrevió a mirar más allá del agua opaca que apenas brillaba en la oscuridad.

―¡Guanarterme! ¡Guanarterme!

El Luok, el jefe de la tribu, caminó sin prisas hasta el centro del Círculo, donde se encontraba el gigantesco reloj de arena. Los ojos de Pies Descalzos se clavaron en el enorme aparato y en los escasos granos que se deslizaban sobre el montón.

Guanarterme se detuvo junto al reloj y enfrentó a la multitud hasta que los murmullos terminaron por apagarse. Pies Descalzos notó las pantorrillas congeladas y se preguntó si el luok, con su imponente altura y la mirada hosca y gris, alcanzaba a distinguir el miedo que inspiraba su silencio en ese momento.

―Ha terminado otra espera y ahora elegiremos a un nuevo explorador. ―comenzó a explicar el jefe y su voz hizo eco en la piedra. Hablaba con calma, en un tono ronco y seco, intercalando si mirada entre el reloj y la multitud―. Muchos me preguntan por qué tenemos que seguir aterrados con cada grano de arena que cae, por qué tenemos que salir.

Pies Descalzos cambió su peso de un pie a otro. Tenía entumecidos los dedos de las manos. El silencio parecía hacerle cosquillas en el estómago y en la garganta. Apenas podía mantener la espalda erguida. «Pies Descalzos, para que nunca olvide cómo es la tierra, cómo es el suelo». Allí, en la oscuridad, era dónde debía estar siempre…

―Y respondo siempre lo mismo, porque imperturbable es el propósito que creó este ciclo ―dijo Guanarterme―. Nuestros ancestros salieron en búsqueda del saber que se oculta tras las puertas. Allá afuera nos aguarda el futuro de todos nuestros clanes. Sí, nadie ha regresado… Pero no nos rendiremos. Alguien debe salir. Alguien debe volver. Por eso hoy elegimos a un nuevo heraldo que nos traiga el conocimiento perdido más allá de esta oscuridad.

Fuerte, fuerte, fuerte. De nuevo el pecho de Pies Descalzos golpeó una y otra vez mientras las piedras con los nombres eran repartidas en el suelo y los ancianos arrojaban guijarros de arena sobre ellas. Lenguas de fuego arañaron el estómago del chico.

―Has sido elegido para llevar nuestra esperanza más allá de la tierra y la piedra. Hoy juras ante los dioses que volverás con su regalo. ¡Te honramos este día! ¡Ven… Pies Descalzos!

«Ven…». El sonido se apagó en los oídos del muchacho. Alzó la vista y miró alrededor para ver si alguien repetía el nombre del elegido que no había alcanzado a escuchar. Fuerte, fuerte, golpeaba su pecho, cada vez más rápido, más ronco. En ese momento el chico sintió las manos ardiendo, las piernas de fuego, como si una llamarada se le hubiera colado por la garganta. El cuerpo le tembló y miró alrededor con los ojos borrosos. Otros ojos lo miraron de regreso. «No…»

―No ―susurró Pies Descalzos, tan bajito que no alcanzó a escucharlo ni él mismo―. No…

«Te honramos este día». El muchacho tenía la espalda empapada de agua. Retrocedió un paso. Luego otro. Los ojos le ardían como si estuvieran cubierto de humo. Apretó los puños temblorosos e intentó recordar el camino de regreso a sus túneles y a las pieles que lo cobijaron durante la noche. Una mano le tomó el hombro. Sus pies estaban congelados como trozos de piedra. Se zafó de la mano intrusa y trató de darse vuelta. La multitud lo rodeaba por completo.

―¡No! ―gritó―. ¡No!

Pies Descalzos vio el humo en los ojos que lo miraban. El miedo oculto detrás de la rabia que desfiguraba los rostros que se acercaban cada vez más. Golpe, golpe, el retumbar en su pecho, el silencio ensordecedor que lo sometía. Quería correr. Correr, pelear, desaparecer en la tierra.

―¡Ya basta!

Guanarterme se hizo paso entre la multitud que rodeaba a Pies Descalzos. El chico bajó la cabeza de inmediato, sin dejar de apretar los puños. Aún temblaba.

―Vuelvan a sus tareas. Se honrará la tradición de este ciclo. ―La voz del luok era dura y seca. Piedra contra piedra―. Que los soldados preparen el camino y las provisiones.

Pies Descalzos permaneció en su lugar, con la cabeza agachada y la respiración entrecortada. Sentía el cabello empapado, apenas sujeto por el moño que usaba, y el cuerpo tembloroso, ligero como el polvo, sin huesos. Afuera, afuera. El miedo era frío y duro. «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer…?».

―Eres del clan del humo, ¿verdad? ―preguntó el jefe y Pies Descalzos alzó la vista. El chico asintió con la cabeza, pero permaneció callado―. ¿Sabías que fue tu ancestro, Ojos Oscuros, el primero en salir más allá de los túneles?

Pies Descalzos no lo sabía. No le importaba.

―Piensas que nadie ha vuelto, ni siquiera él. Ni siquiera mi hermana Alantea, que se marchó hace diez ciclos atrás. ―Pies Descalzos abrió los ojos un poco. El jefe se rio suavemente―. Sí, ella también fue elegida y tenía miedo, igual que todos… Pero honró nuestras tradiciones y cruzó las puertas. ¿Alguien sabe acaso lo que hay allá? ¿En el silencio tras el fin? ¿Cómo sabemos que no es el paraíso que hemos soñado?

―Nadie ha vuelto ―susurró Pies Descalzos. Las manos ya no le temblaban, pero estaba empapado en agua y no podía mirar a los ojos al luok.

―Es cierto. Pies Descalzos, eres nuestro elegido este ciclo. Esta vez, tú eres quien lleva nuestra esperanza. Y… tú… Tú puedes ser el que regrese.

Guanarterme apoyó una mano en el hombro del muchacho y le sostuvo la mirada. Solemne. Impertérrita. Gris como las cenizas. De piedra. No dijo nada más. Permaneció en silencio con su mano pesada apoyada en el hombro de Pies Descalzos. El chico cerró los ojos. «Dioses, ayúdenme, ayúdenme». Un sollozo se quebró en su garganta, que lo expulsó como un jadeo pesado. Asintió con la cabeza y apretó más los ojos.

―Vuelve ―dijo el jefe y se retiró.

Apenas distinguió los rostros de los soldados que le pasaron las armas ceremoniales. El hacha y el garrote. Eran armas nuevas y pesadas, que se sentían extrañas en sus manos. Pies Descalzos se cruzó la bolsa de piel y notó en la cadera el peso de las raíces y la carne seca que lo alimentaría en su viaje. «Afuera», pensó mientras caminaba. Fuerte, fuerte, su pecho volvía a sonar, rápido, ronco, tocando hasta sus huesos.

Se abrió una puerta y desaparecieron los primeros rostros. Sonaban a tierra y olían a piedras desnudas. Pies Descalzos caminó otra vez y notó la boca seca, agrietada como el barro, y saboreó la piel salada. El pasillo que conectaba el túnel con lo desconocido era largo, pero se empequeñeció en tan solo unos pocos segundos. Resonaron las puertas en su espalda y, por un segundo, el muchacho quiso voltear y suplicar que lo dejaran volver. Cerró los ojos y esperó a que se abriera la última puerta. «Afuera, afuera. Dioses de mi pueblo, ayúdenme…».

El dolor lo alcanzó en los ojos. Pies Descalzos tropezó y soltó un grito de dolor cuando el fuego le arañó la vista. Cayó al suelo, sin dejar de gritar, y olió la tierra mojada en el rostro. Las lágrimas le rodaron por las mejillas, calientes, y se perdieron en su boca.

―Por favor… por favor…

Pies Descalzos se tocó la cara, pero no sintió la podredumbre en sus dedos ni el dolor de las tinieblas tragándolo por completo. Intentó abrir los ojos, pero no podía ver con las lágrimas que se acumularon en ellos. El mundo era una mancha desenfocada que dolía con cada parpadeo. El pecho le apretaba fuerte, pero notaba su golpe en la piel, sentía el tacto familiar de la tierra en sus piernas.

«Afuera… Estoy afuera y no puedo ver…». Allí no había oscuridad. Cuando Pies Descalzos pudo abrir un poco más los ojos, su cuerpo pareció volverse una voluta de humo, apenas a la deriva. No conocía los colores que estaba viendo en la tierra y arriba, sobre su cabeza, en el infinito donde debían vivir los dioses. Nada oscuro, nada cubierto, la vegetación le arañó la piel y el muchacho soltó un grito desesperado, casi una carcajada. Aferró sus armas con fuerza y las notó frías y grises, como marchitas en comparación con el infinito que estaba junto a él.

Se arrodilló en el suelo y lloró con una sonrisa temblorosa.

Se levantó y arrancó algo del suelo, de un color indescriptible, que no era gris, no era marrón, no era negro ni claro. Era más débil que las raíces. Era frío al tacto. El chico vio rojo a lo lejos. Rojo del fuego, pero sin llamaradas, colgando de enormes estructuras como piedras rugosas. El aire era limpio y frío, y Pies Descalzos respiró profundo. Sintió el aire dentro de sí mismo, llenándole el cuerpo entero.

Quiso echar a correr, pero se detuvo. Se le congeló la risa en el rostro y volteó sobre sí mismo.

«Vuelve», le dijo Guanarterme.

«Tú puedes ser el que regrese». Pensó en sí mismo, hace solo unos minutos, impotente y aterrado, e imaginó a un desconocido, sonriendo y hablando de colores que no existían y de olores extraños, de infinitos hacia arriba que no se podían tocar, de cosas que no tenían nombre y un aire que cubría hasta los huesos… Y recordó la oscuridad de los túneles, encogidos en la tierra. Los ojos hundidos. Cómo las palabras de Guanarterme sonaban como golpes en la piedra.

«Vuelve».

―¿Y si… y si no vuelvo a salir? ―preguntó en voz alta y su voz se escuchó amplia. Grande. Ocupando espacio sin fin, pero desapareciendo al instante, sin rebotar.

«Nadie ha regresado jamás». Pies Descalzos bajó la cabeza y empezó a reírse. Arrancó más cosas del suelo y se las llevó a la nariz. Le picaron la piel e invadieron sus sentidos. Afuera. Afuera. Aquí. Aquí. Pies Descalzos miró a su alrededor, pero no distinguía más que tierra y arriba y colores salpicando cada rincón. Abajo estaba su pueblo, encogido en la oscuridad. Afuera estaban… todos. Todos los demás. Los que habían salido antes. «Nadie ha regresado nunca».

Pies Descalzos cerró los ojos y siguió caminando. Sus pisadas resonaban. Crujían y desaparecían.

«Vuelve».

―Lo haré ―prometió en un susurro y se frotó el pecho tres veces―. Lo juro ante los dioses, ante los dioses que viven aquí. Volveré… cuando los encuentre.

«Tu nombre es Pies Descalzos, para que nunca olvides cómo es la tierra, cómo es el suelo». Sus dedos se perdieron en la vegetación. El muchacho sonrió.

Su sombra se recortó contra la luz.

6 comentarios en “Proyecto Remolacha: Escaleta 8

  1. ¡Vaya!
    Ha sido una experiencia increíble. Me sorprendió levantarme esta mañana (hora chilena jajaj) y encontrarme con las notificaciones de Twitter sobre nuestra escaleta. Debo admitir que fue todo un desafío, ya que el ambiente que planteó @LAlighierina no es el que suelo usar para mis textos. Tratar de evocar una época tan remota e intentar comprender hasta qué punto descripciones tan evidentes para nosotos quizás ni siquiera se podrían cruzar por la mente de un personaje como Pies Descalzos, fue una tarea ardua. ¡Sin mencionar el límite de palabras, que siempre me mata! Terminé el borrador original con más de 3.500 palabras y tuve que recortar muchísimo para alcanzar el límite jajaj

    Me encanta poder ver los estilos tan distintos de mis compañeras. El relato de @mariagozu incluyó un personaje adicional (la madre), que sin duda fue un acierto. El uso del diálogo, uno de mis recursos favoritos, realmente hizo mucho más fluida la lectura. Cuando existe un límite de palabras ajustado para una escaleta que da para tanta escritura como esta, la inclusión de diálogo para mí es un punto extra al escritor, ya que suele quitar mucho espacio, y suele ser relegada a segundo plano por simple resumen narrativo, que ocupa menos palabras. ¡Enhorabuena! Se me hizo muy breve tu relato 🙂

    El relato de @Elein_88 es radicalmente diferente. Se enfocó en temas distintos. Pesa bastante el eco de «obedecer la ley» y las tradiciones. Se sintió una atmósfera opresiva, gris, de pura tierra. Me encantó esa ambientación. ¡Y me arrancó una sonrisa el concurso de soplidos entre Pies Descalzos y Ojos Pardos! Excelente recurso para explicar el viento del Exterior. (Además, parece que mentes similares, pues ambas usamos el recurso de «Ojos» para el nombre de otro miembro del clan del protagonista jeje). Fue un relato más apagado, con la amenaza cerniéndose de forma mucho más clara (el miedo a que quizás la propia tribu haya matado a los enviados me pareció acertadísimo). Lo disfruté muchísimo 😀

    La verdad, solo me queda agradecer la iniciativa. He estado leyendo todos los relatos y me maravilla ver tantos estilos diferentes. Y, en particular, me asombra leer las escaletas y armar en mi cabeza cómo abordaría yo misma ese esquema, para luego leer los relatos y darme cuenta que los escritores se fueron por caminos muy distintos. Es rarísimo y genial. ¡Muchísimas gracias por la oportunidad! Y ojalá que se repita la experiencia.

    Saluditos 😉

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  2. ¡Por fin!
    Qué ilusión tan grande encontrarme comparando estilos con @mariagozu 😀 tu relato me ha encantado, muy vivido y realmente enternecedor con esa escena con su madre y el jefe.

    @LindaRasvtar tu relato me ha puesto los pelos de punta literalmente. ¡Me encanta cómo escribes! Me gusta el mundo primitivo que has creado, realmente se palpaba el miedo y el desconocimiento en cada línea, me quito el sombrero.

    Muchísimas gracias a @LAlighierina por escribir una escaleta tan original. He disfrutado mucho explorándola. Mil disculpas por leer mal el nombre del jefe, jajaja, es lo que tiene hacer el relato el último día corriendo… Ay, qué desastre.

    Y de nuevo, gracias a la berenjena intrépida que ha hecho posible este experimento que nos ha forzado a crear historias de la manera más original, a aprender a conocer mejor nuestro estilo y a descubrir nuevos talentos.

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